Apuntes de un boticario
Hoy empiezo por lo concreto. Lean a continuación dos informaciones, que sólo deberían barajarse entre profesionales de la sanidad, para que puedan comprobar, según mi opinión, cómo las divergencias en un terreno tan extremadamente delicado como es el de la salud suscitan lo que en sí es una enfermedad, en este caso emotiva, o en todo caso una causa más de agravamiento de la misma, como es la duda.Una va de homeopatía y sobre la evidencia científica de su eficacia y plantea que son fuertes las voces que se muestran en contra de los medicamentos homeopáticos, pero hay otras que apuestan por ella. Éstas señalan que no es una cuestión de medicina alopática u homeopática y recuerdan que, por ejemplo, en tratamientos oncológicos, la homeopatía no es una terapia única o sustitutiva.
Sobre las vacunas
Otra, más “completita” e insisto que sólo son dos “muestras”, trata sobre las vacunas y dice así:Algunos de los argumentos que esgrimen y/o rebaten adalides y críticos de las vacunas son los siguientes:
1.-Provocan más que evitan la enfermedad
A menudo se escucha que «es mejor pasar la enfermedad que vacunarse» o que «la vacuna me produjo la enfermedad, me puse malísimo»...
2.- Tienen peligrosos efectos secundarios
Las vacunas, como todo medicamento, no están exentas de producir algún efecto secundario. Sin embargo, los expertos inciden en que su perfil de seguridad es muy superior al del resto de fármacos.
Por último, es frecuente oír que las vacunas son un gran negocio farmacéutico de millones de euros que beneficia a la industria y a los gobiernos. «Los laboratorios tienen todo el poder sobre la información de sus investigaciones y sólo sueltan la que les interesa, mientras las administraciones actúan de manera laxa», asevera el periodista “especializado en vacunas” (el entrecomillado es mío) Miguel Jara.
Contra esto se argumenta que el verdadero negocio está en pasar una enfermedad que podría haberse prevenido, ya que conlleva el consumo de fármacos de modo intenso y, a veces, de por vida. Y eso sí que cuesta.
¿Han leído bien? ¡Pues ya está! Ya les he transmitido la enfermedad de la duda que, en la actualidad, por la “contagiosa” impronta mediática, puede convertirse en epidemiaBien es cierto que hay auténticos masoquistas de la salud (más bien de la enfermedad), hablo de hipocondríacos, que se refocilan pidiendo una “segunda opinión” haciendo bueno el viejo chiste:
-“¿Dice usted doctor que tengo una hepatitis? Me gustaría una segunda opinión …”
-“Yo mismo puedo dársela”
-“¿Y cuál es?”
-“Pues que, además de padecer hepatitis, es usted muy feo”
Con su duda se lo coman los aprensivos, allá ellos, pues son más carne de psiquiatras que de internistas. Y en la defensa de mi “tesis” pongo “imagen” al beneficio que conlleva la seguridad y certeza vs duda en cualquier enfermedad.
Supongamos que escribo sobre el médico de cabecera de los años 60 del pasado siglo figura que no tiene nada que ver con el llamado médico de familia o de atención primaria actual y ustedes perdonen que no me meta en vericuetos de leyes sanitarias, igualdades o agravios comparativos, reactivados con lo de la memoria histórica, pues para ello hay firmas con más conocimiento de causa. Yo sólo intento hablar de personas y sentimientos.
Este médico de cabecera, que visitaba también a domicilio, en este último caso, hacía su entrada en la casa del paciente cual Jesucristo en Jerusalén.
El sepulcral silencio de todos, demasiados, los que rodeaban la cama del enfermo sólo era roto por el galeno mientras auscultaba y palpaba el abdomen del interfecto: “Tosa”. “Respire profundamente”. “¿Que fiebre ha tenido?” “Tráiganme una cuchara” (este cubierto servía para presionar la lengua al no existir entonces depresores desechables).
Tras ello el galeno se levantaba solemnemente del borde de la cama y, mientras guardaba el fonendo en el maletín, exclamaba:
-“No se preocupen. Son una anginas sin más complicaciones”.
El profundo suspiro, fundamentalmente de la sufrida madre, se oía en la Patagonia.
El médico, tras preguntar por el cuarto de baño para la proverbial higiene de manos (o por alguna otra urgencia), pasaba a la salita y tiraba de recetario rechazando educadamente la invitación, según horas, de un café o una cervecita. Sólo pedía permiso para encender un cigarrillo, y mientras le daba las dos primeras caladas, escribía la medicación.
-“Ahí tienen. Se trata de penicilina inyectada y unos supositorios para el dolor y la fiebre”.
La madre solía iniciar el turno de ruegos y preguntas:
-“¿Se puede sentar en la salita, mientras le cambio las sábanas?”
-“¡En absoluto! Si acaso cuando le remita la fiebre y muy abrigado”
-“¿Y de comer? Está inapetente pero a él le gusta mucho el pescado …
-“Bueno ya veremos cuando vuelva mañana, pero no se les ocurra darle pescado azul. Hasta entonces infusiones y tal vez más adelante un caldito”.
-¿”Y debe beber mucho?”
-“Lo que él solicite, pero nada de agua y aun menos fría … si acaso un zumo de naranja recién exprimido pues si lo guardan en la nevera la vitamina C se pierde”.
¿Analizamos la praxis médica, aquí y ahora, a toro pasado? ¿Escrutamos el diagnóstico, medicación y pautas a seguir del médico? Yo, y a efectos de lo que quiero expresar, ni me lo planteo. Normalmente, y he puesto un caso-tipo, el enfermo se curaba.
Podría meterme (en este caso al médico) en berenjenales denunciables y contarles que el enfermo tardó mucho en recuperarse y que su cuadro cursó con una tos que no tenía antes de las visitas del médico a causa del humo de los cigarrillos que el galeno dejaba en el pequeño piso. O bien que el enfermo murió de un shock anafiláctico tras la segunda inyección de penicilina pues el médico no preguntó si el paciente sufría de algún tipo de alergias.
Conclusión rápida al primer supuesto. ¿Qué ofreció el médico además de sus conocimientos sanitarios? Algo inestimable que en la actualidad no existe porque sabemos muchísimo: LA SEGURIDAD emanada del “Oráculo de Delfos”.Ahora en vez de cama y zumitos ha de entretenerse al enfermo bajándole por Internet la gran película “El jardinero fiel” basada en la novela original de John Le Carré (best-seller, “of course”, en su momento) o bien buscándole una aplicación en el móvil para que lea en Wikipedia las posibles contraindicaciones y efectos secundarios de la medicación que le han prescrito.
Sobre la homeopatía
Y termino con una anécdota verídica. En una farmacia ubicada en el pueblo sevillano de Utrera, municipio al que pertenecía el Palmar de Troya, hoy secesionado, donde se encuentra una impresionante Catedral construida por el “Papa Clemente XIV” tras habérsele aparecido la Virgen con tal mandato, ejercía su labor un mancebo que tras muchos años llegó a ser “auxiliar mayor”.Esta persona, al tiempo del hecho que relato, estaba considerada como un cualificado elaborador de fórmulas magistrales, “arte” aprendido de su patrón, el farmacéutico titular que al fallecer había dejado la botica en la modalidad de “regencia”.
Esta merecida fama de formulista, reconocida más allá de los ámbitos del pueblo, su ágil manejo mental del vademecum y su esmerado porte: camisa y corbata arropadas por una impoluta bata blanca habían hecho del joven “Cuchareja”, así apodaban a su familia, y después de años tras el mostrador, una prestigiosa figura sanitaria entre la población utrerana y su entorno. Las opiniones de, ya a estas alturas, Antonio el mancebo, eran verdades de FE entre los pacientes.
Se contaba, esto lo supe por el hijo del boticario titular que fue médico algún tiempo en su pueblo natal, que gente venida de Madrid, sigo hablando de los años 60/70 del pasado siglo, con prescripciones del prestigioso doctor Jiménez Díaz, ante un gesto de desagrado del citado mancebo se negaban a retirar los fármacos recetados.
El meollo del relato está en que, poco antes de su jubilación, llegó un día a la farmacia Teresa, matriarca de una familia calé a la que el interfecto conocía hasta el punto de saber sus “simpatías” por la religión que impartían el “Papa” de El Palmar y su clero.
Uno de sus hijos llevaba dos años “luchando” (aunque no me guste la expresión) contra un cáncer de riñón y ya agotados los recursos quimio y radioterápicos, farmacología oncológica, y bomba de morfina incluida, se le había mandado a casa con tratamientos paliativos.
De esta forma nuestro protagonista seguía todas las jornadas, y cada vez más apenado, el deterioro, no sólo físico del chaval, sino el dolor psíquico de la madre que casi diariamente visitaba, no sólo por medicación, al inefable “Cuchareja”.
Un día Teresa le comentó, dentro del parte médico habitual, que a su Manolito le habían “salío, ademá, unas llaga mú feas y mú dolorosa en sus parte”.
“¿Qué me pué dá usté pá mi niño”?
“Vente mañana que te voy a preparar una loción que le va a quitar las úlceras en muy poco tiempo”
Al día siguiente Teresa estaba en la puerta esperando que Antonio, el auxiliar mayor, abriese la botica. “Espera un poquito mujer que a la fórmula le falta el último toque”. Tras unos minutos, y ya embutido en su bata, salió de la rebotica el ilustre mancebo con un frasco, debidamente etiquetado, en la mano.
“¡Toma, se lo pones con estas gasas estériles que te meto en la bolsa, dos veces al día y le secas la humedad, también con estas mismas gasas. ¡Vas a ver que bien le sienta!”
“Dios se lo pague Antonio. ¿Y que le ha puesto usté?”
“Eso, Teresita, es secreto del sumario … ya sabes: ¡fórmula secreta! Lo único que te puedo decir es que todo lo que lleva va disuelto en agua del pozo de El Palmar de Troya, donde, como sabes, se le apareció la Virgen a Clemente”
Cuentan que Antoñito murió a los veinte días….sin llagas y sin dolor.
Inviertan en FE, queridos amigos, porque yo, a estas alturas, ya no puedo… ¡aprendí tanto!