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Apuntes de un boticario

Magistral relato que, a modo de elegía, dedica el autor a la biografía de un amigo recientemente fallecido y cuyo recuerdo cobra vida en esta narración cargada de gran emotividad.

Tengo un amigo médico que, además de mordaz, es excepcionalmente objetivo y sincero. Explica, a quien lo quiere oír, lo siguiente: “Si un paciente me dice: Doctor, ayer me dio cita su enfermera; le contesto de inmediato: ni yo soy doctor ni la que le dio la cita es enfermera”.

Como somos amigos y compartimos cervezas, le contesto a su vez que, con frecuencia, algunos me dicen: “Ayer el boticario de abajo de mi casa me recomendó tal cosa”. Yo, tras preguntarle por la bondad de lo “prescrito” (hablo de productos EFP), le insto a que, si le funciona, siga el “tratamiento”. Otra cosa es que le aclare que de la farmacia a la que hace referencia es titular una señora”.
Farmacéutico excepcional
Estos diálogos vuelven a mi magín no por el enconamiento que aún subsiste entre los farmacéuticos comunitarios y los enfermeros, pues el tema a nivel personal lo tengo para envolver “pescao” que decían los viejos periodistas. El recuerdo ha florecido por un hecho luctuoso acaecido hace algún tiempo y del que he tenido noticia recientemente.

Ha muerto un boticario excepcional y no crean que hablo de un personaje de los que aparecen diariamente en obituarios ditirámbicos sino de un hombre, aun ignoto, extremadamente bueno. Esta persona nunca ejerció tras el mostrador de una farmacia. La vida lo llevó por otros derroteros. Ha fallecido casi centenario y con una mente inusualmente lúcida. Se llamaba Juan Peral Domínguez, lo traté mucho y lo quise aún más.

Este magnífico ejemplar humano sufrió en sus carnes, como tantos otros de su “quinta”, los efectos de la guerra incivil que algunos aún no quieren enterrar definitivamente. Su padre boticario rural fue asesinado, sin más, a los pocos días del inicio de la guerra, por lo que milagrosamente pudo escapar con su madre y hermana para no correr la misma suerte, ya que la casa y la botica anexa fueron arrasadas.
Peripecias de película
Juanito vivió una hégira digna de película y aún así, en tal situación inestable y sin lugar fijo de destino, su voluntad, basada en la admiración que sentía por su progenitor, era y seguiría siendo cursar la carrera de farmacia. Actitud que no  decayó hasta el punto de estudiar a salto de mata los pocos libros que en la forzosa y rápida huida pudo rescatar de la casa familiar.

Tras múltiples peripecias hubo de separarse de madre y hermana pues, aún imberbe, fue reclutado (eran los estertores del conflicto) por el ejército republicano y enviado al frente de guerra. Aquí,  “descubierta” su vocación sanitaria y gracias a su mentor, el brigada Benjamín, un estudiante de Medicina, fue desprovisto de fusil y avituallado de las escasas “armas sanitarias” con las que se contaba en plenas trincheras.

De esta forma “Juanito el boticario”, como lo apodó su brigada, realizó todo tipo de curas la mayoría de extrema gravedad, administró inyectables, fue instrumentalista en improvisados “quirófanos”, ayudó en amputaciones, trepanaciones cerebrales y en muchos casos, por carencia de otros sanitarios y en plenos bombardeos, como exclusivo protagonista de estas “operaciones”, la mayoría a vida o muerte.
Infierno en la tierra
Con este bagaje, acabada la guerra, y deshecha su compañía, no pudo escapar a través del puerto de Valencia y en un intento desesperado por llegar a la frontera con Francia fue detenido e internado en un campo de concentración. Su estancia y supervivencia en este “infierno en la tierra”, así lo  definía él, daría para un libro que nunca quiso escribir.

Eludió el fusilamiento gracias a su ingreso en un hospital aquejado de unas fiebres convulsivas que, paradojas de la vida, hubiesen acabado con su vida sin necesidad del paredón. Este hospital estaba atendido por unas monjas a las que él calificaba de ángeles terrenales. Salido de la  eclampsia febril con la que fue ingresado, sólo recordaba su cuerpo limpio y libre de ácaros de la sarna, chinches, pulgas, y embutido en un bienoliente pijama. “El cielo, si existe, me decía, debe ser algo así”.

Tras un mes de estancia se granjeó el cariño de todas las monjitas  especialmente el de la madre superiora que le ayudó a huir con el amparo de un viejo sacerdote tío carnal de la citada religiosa. Por fin pudo llegar a Francia sobreviviendo como pudo, siempre resolviendo problemas de índole sanitaria aún sin título, pero con los grandes conocimientos adquiridos en el campo de batalla.
Regreso a España
La nostalgia del terruño venció al miedo y con documentación falsa pasó de nuevo, ¡qué valor!, a una España represiva y donde la vida de un “rojo” valía poco. En su cartera, ya con algún dinero que pudo ahorrar en Francia, guardaba como oro en paño el nombre del cura que le ayudó a huir: Don Abilio Giménez Mauguren, del que sólo recordaba  que era natural de un pueblecito de la provincia de Burgos.

Tras múltiples indagaciones, y muerto de miedo por su falsa cédula de identificación, logró en el obispado burgalés, y dado que el nombre del cura no era muy común, saber que ejercía de párroco en una aldea soriana llamada Ligos. Aquí Juan dio con sus huesos y con su ángel salvador. Ligos tenía no más de 500 habitantes y Don Abilio moraba en él aunque fuese el “párroco pedáneo” pues dependía de un municipio mayor y relativamente cercano.

Don Abilio lo acogió con un cariño inusual, lo hizo pasar por su sobrino carnal e hizo de él su  “chico para todo”. De esta forma hizo de hombre orquesta, desde ayudarle en la misa diaria, ensillarle la vieja yegua con la que lo acompañaba en sus diarias visitas a las aldeas colindantes hasta. ¡y aquí viene el meollo de la cuestión!, atender a pacientes en estados críticos, dado que tan solo había un médico para atender cinco diseminadas aldeas sin vehículos de motor y con caminos nevados o terrizos.

Por pura necesidad Juan, aún no queriendo, (lo habían puesto al cargo de un botiquín dependiente de la botica más cercana), en múltiples ocasiones “recetaba”, “dispensaba” y “administraba” los escasos medicamentos disponibles. El médico titular no se sentía objeto de “intrusismo” sino, por el contrario, cuando acudía por razones obvias tarde a un parto, con un guiño cómplice le daba las gracias al que consideraba “un compañero en la clandestinidad”.

El colofón que puso en prestigio a nuestro protagonista fue el urgente aviso nocturno del alcalde pedáneo de Ligos, para que el cura acudiese a administrarle la extremaunción a su querida y agonizante esposa. Juan, que en este caso de copiosa nevada en horas inusuales había acompañado especialmente al sacerdote, dióse cuenta del cuadro patológico. La mujer tenía una neumonía (pulmonía la llamaban entonces) aguda con fiebre altísima, disnea, y un cuadro gravísimo. No se olvide que al médico, aun avisado antes y dada la nocturnidad y la intensa nevada,  ya ni se le esperaba.
La penicilina
Mientras el cura administraba los santos óleos a la enferma, su marido, el alcalde, nervioso y demacrado, indagaba la opinión del, ya llamado así  a pesar de su juventud, “Don Juan el practicante”. Este se la dio y ante la demanda angustiosa del marido sobre qué se podía hacer, nuestro protagonista le habló por vez primera de un medicamento llamado penicilina que podía salvar la vida de la enferma.

El alcalde, hombre a la sazón y no por corregidor sino por ganadero de ovejas, era hombre adinerado, puso todo en manos del “practicante” y éste  partía en menos de una hora en un vehículo habilitado por Luis el alcalde, hacia Madrid, donde con el dinero contante  y sonante compró el milagroso medicamento. Él sabía muy bien dónde adquirir, de contrabando por supuesto, las dosis de penicilina necesarias. De vuelta con ellas a Ligos, todo en una madrugada, “el practicante” le inyectó el milagroso antibiótico a la agonizante y tal y como me contaba mi querido Juan Peral: “La moribunda estaba a las dos de la tarde del día siguiente zampándose dos huevos fritos con chorizo”.
Situación regularizada
Pasados no muchos años, ya licenciado en Farmacia, regularizada su situación, y como ATS oficial, nuestro protagonista con su mujer e hijos giró visita a Ligos y pudo ver una leyenda en cerámica en la que rezaba; “A Don Juan Manzano Díaz. (era el nombre que constaba en su falsa identidad), Farmacéutico y Practicante que salvó la vida de Doña Elvira esposa del alcalde Don Luis López Ruiz, en el año de gracia de 1951”.

Al fallecido amigo Juan, ya ATS titulado (de eso vivió) y tardío boticario, de vocación y promesa, le costó trabajo explicar, ya hablamos de los años sesenta del pasado siglo, a sus hijos que Juan Manzano era él y que en esa época no era ni boticario ni ATS de “verdad”.

Fue su mujer, ¡cómo no!, quien pusiese la apostilla lapidaria: “Y así veréis hijos míos que ni los títulos ni los enconos sirven para nada; lo importante es lo que hizo vuestro padre. Poner mucho amor, dedicación y…¡saber hacer bien lo que hacía!

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