Anselmo, a sus cuarenta años, sigue diciendo que “soy muy joven para comprometerme”. Nunca le gustó estudiar sino trabajar con las manos y en la actualidad es carnicero en su propia tienda en el Mercado del Val.
Anselmo siempre ha dicho aquello de “¡a disfrutar que son dos días!”. Y así lo ha hecho, vive solo y satisface ocasionalmente las necesidades “de la bragueta” según oportunidad, evitando fieramente todo compromiso.
Su única hermana, Sandra, es lo opuesto, ya que se emparejó a los 21 y con 30 tiene a Violeta, ocho años, y a Biel, de seis. Estudió y terminó arquitectura y trabaja por libre, especializada en viviendas unifamiliares. “Hay que vivir complicándose la vida, que si no te terminas muriendo sin remedio, pero aburrido”, le dice Sandra a su hermano. Y para darle oportunidad, de vez en cuando le deja los sobrinos a Anselmo, y aprovechan Sandra y su marido (también arquitecto, en una multinacional) para disfrutar como pareja sin compromisos.
Es domingo, llueve (y ha llovido intensamente todo el día) y Anselmo ha vuelto a casa con Violeta y Biel. Se lo han pasado en grande viendo un espectáculo de marionetas vietnamitas sobre agua (Títeres Acuáticos de Hanoi).
Ahora ha tocado la cena; a petición, macarrones con tomate y de postre helado de fresa después de fruta del tiempo (naranjas y manzanas), y es el momento de irse a la cama, que al día siguiente pasará su padre a recogerlos para llevarlos a la escuela.
—¿Nos cuentas un cuento? —pregunta Violeta cuando ya están acostados.
—Eso, eso —añade Biel, tan metido en la cama que casi ni se le ve.
Anselmo tiene una fértil imaginación y sus sobrinos gozan con sus cuentos, en los que mezcla realidad y ficción. Se han acostumbrado a que dé cumplimiento a sus fantasías y les encanta escucharle antes de dormir. Anselmo está sentado, disfrutando de este rato con los niños.
—Vale. ¿Quién queréis que lo protagonice? —les pregunta Anselmo, casi previendo la respuesta.
—Los abuelos, claro —contesta Violeta.
—¿Qué abuelos, los de papá o los de mamá?
—Los de papá. ¿Estás tonto? Son los cuentos que nos gustan, que fueron muy aventureros siempre —insiste Violeta.
—Vale, pero que conste que, como están muertos, es más fácil convertirlos en aventureros, ¡eh! —responde Anselmo.
—No es verdad, que mamá nos habla de los abuelos de papá y ella no inventa cuentos, es la verdad. Además, con los abuelos de mamá podemos hablar y ellos nos cuentan sus propios cuentos —dice Biel.
—Vale, vale… A petición del público, pues, un cuento sobre los padres de vuestro padre, sobre Antonia y Ramón. Pero… ¿en qué época y sobre qué?
—A mí me gustaría sobre plantas, que en clase nos han preguntado si la aspirina sirve para algo. Eso que hace mamá de ponerle una pastilla en el agua cuando las compra en el mercado y las pone en un jarrón —pide Violeta.
—¡Y que no sea aburrido! —casi grita Biel.
—Tengo uno muy bueno, que os hará reír —afirma Anselmo, levantándose para actuar y darle énfasis al relato.
—Érase que se era un tiempo en que había llegado el frío a la casa de Antonia y Ramón, en el Parque Natural de Fuentes Carriona, ya sabéis, esa montaña a la que hemos ido muchas veces, pero entonces había muy poco turismo, casi solo la gente del lugar…
—¿Qué es la gente del lugar? —pregunta Biel.
—Pues eso, so tonto, la gente que vive en ese lugar, en ese sitio, como entonces los abuelos, no la gente que va de visitante —contesta rápidamente Violeta.
—Sí, los abuelos vivían allí de siempre, pero cuando se jubilaron todavía estaban más tiempo en Fuentes Carriona. Tenían un jardín precioso, a la abuela Antonia le encantaban las flores. Y también le gustaba mucho cuidar de sus pajaritos, que tenía un comedero en el que gastaba kilos de alpiste y grano, pues venían bandadas de gorriones, y también petirrojos y carbonerillos y muchos más…
—¿Cómo se puede saber sobre pájaros? Yo solo conozco las palomas —cortó Biel.
—Otro día si queréis vamos al Museo de Ciencias Naturales, pero en vez de ver mamíferos, que es lo que os gusta, iremos a la sección de ornitología, la de pájaros, y así os haréis idea. Y cuando llegue el buen tiempo podemos ir al Retiro a ver los pájaros, y anotar en un cuaderno de campo lo que veamos, con dibujos, si queréis.
—¡Bien! Me encanta dibujar —comenta Violeta.
—¿Qué es un cuaderno de campo? —pregunta Biel.
—Pues un cuaderno cualquiera en el que anotas lo que ves cuando sales al campo, o a los jardines. Incluso en casa, desde la ventana. Lo importante es que apuntas el día y la hora, el animal que has visto, qué hacía y cómo es. Y luego con tiempo estudias esos apuntes. Vaya, también te sirve el teléfono y, además, puedes incluir fotografías. Viene muy bien, aprendes mucho y es muy entretenido —apostilló Anselmo
—Total, que al final del último verano que vivieron los abuelos, antes del accidente, casi al poco de empezar el otoño, a finales de septiembre, cuando vosotros no habías nacido, cayó una helada tremenda.
—¿Qué es una helada? —preguntó Biel
—¡Pues qué va a ser! ¡Que todo se hiela, se pone blanco, que hace mucho frío! ¿No te acuerdas del año pasado, por Navidades? —contesta Violeta.
—No me acuerdo.
—Sí, Biel. Es como el hielo que se forma en la nevera, pero, de pronto, en el campo, cuando hace mucho frío, bajo cero. Todo se pone blanco sin que haya nevado —aclaró Anselmo, y prosiguió el cuento.
—El caso es que la helada mató todas las plantas con flores, porque fue una helada muy fuerte, de muchísimo frío, diez bajo cero, y las plantas estaban todavía casi como en verano. Así que no se habían acostumbrado, como otras veces, que poco a poco se iban muriendo y les daba tiempo a los abuelos a irlas substituyendo por plantas de flor de invierno.
—¡Pobre abuela, sin su jardín florido!
—¿Y qué hicieron? —preguntó Biel impresionado.
—El abuelo Ramón fue cortando todo lo que había matado la helada, para que no quedara feo el jardín, y salvó lo que pudo para hacer un ramo que la abuela pudiera poner en casa, sobre todo, las rosas que estaban en capullo, por si se pudieran abrir con el calor en casa, de la calefacción y la chimenea.
Anselmo, que era un gran contador de cuentos, imitó los gestos del abuelo recortando y limpiando el jardín de plantas heladas, y formando un ramo de rosas que entregó a la abuela dándole un beso. Los niños estaban embelesados, era la primera vez que les contaba este cuento (en otras ocasiones repetía alguno que les había gustado mucho, a petición).
—Así que la abuela puso las rosas en un jarrón precioso. Y el abuelo, mientras leía en el ordenador, o un libro (en aquel tiempo casi todo el mundo leía libros en papel), echaba un ojo a las rosas, a ver si se abrían.
—Y nada, día tras día, los capullos seguían igual, cerrados. Al cabo pensó que a lo mejor les podría venir bien una aspirina, y se la echó. En verdad, el abuelo Ramón no creía que la aspirina sirviera, pero estaba asombrado y decidido a hacer algo.
—¿Y qué pasó? —preguntó Biel.
—Pues que la aspirina no sirvió para nada y aquello seguía igual. Y un día el abuelo se cansó y cogió el jarrón para separar el ramo en dos, y así poner uno con los capullos que estaban menos quemados por la helada. Y de pronto se echó a reír sin poder parar.
—¿Qué te pasa? —preguntó la abuela Antonia.
—Es que no te lo vas a creer. Ni te lo puedes imaginar –contestó el abuelo Ramón sin dejar de reír.– Son esas cosas que me pasan a mí, por ingenuo.
—¿Pero qué es?
—¿No te lo imaginas?
—¡Ya sé! —contestó la abuela Antonia, que era listísima.
—¿Os imagináis lo que había pasado? —pregunto Anselmo a sus sobrinos.
—¡No, no! —contestaron al unísono.
—Que las rosas las había dejado la abuela para secar, sin agua, y que el comprimido de aspirina seguía tal cual, sin hacer nada, claro —explicó Anselmo.
—Lo increíble es que la abuela se dio cuenta antes de que el abuelo pudiera explicar nada, y los dos se echaron a reír a carcajadas, riéndose de lo que había pasado.
—¡Ahora entiendo que los capullos no se abrieran! —dijo el abuelo Ramón.
—¡So bobo, había dejado el ramo para que se secaran las flores, como he hecho otros años! —comentó la abuela Antonia.
—Vale, pues a estos capullos que están mejor les voy a poner agua y aspirina.
Y los capullos se abrieron y los abuelos fueron felices riéndose de lo que les había pasado.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
MORALEJA
A veces las cosas parece que no funcionan, pero porque no pueden funcionar. Para entender las cosas conviene observar también el contexto, todo en su conjunto.
—Vale, tío, pero la aspirina sirve, ¿no? —preguntó Violeta.
—Dicen que sirve. Yo no lo he estudiado. Pero como no sirve, seguro, es como tal comprimido, si no se disuelve en agua —contestó Anselmo.
Y los niños se conformaron, su tío les dio un beso y durmieron como angelitos toda la noche.