Prácticamente desde su creación, el Instituto para el Desarrollo e Integración de la Sanidad (IDIS), que agrupa a instituciones y empresas en defensa del sistema sanitario privado, viene presentado informes y ofreciendo datos que, además de reflejar la actividad asistencial de sus centros, sirven para establecer diferencias con los facilitados por la sanidad pública y, en consecuencia, para insistir en que, por el mismo precio, pueden hacerse las cosas de diferente manera. Y aún más: que las cuentas de la sanidad pública podrían ser más económicas si se aceptara más abiertamente la colaboración privada.
No es mi intención entrar en esta especie de dicotomía de la realidad asistencial, sino en llamar la atención sobre un aspecto en el que trabaja actualmente el IDIS, como es la puesta en marcha de un proyecto piloto para conseguir la interoperabilidad de los datos de los pacientes, con el fin de evitar la reiteración de pruebas a las que ya han sido sometidos. El proyecto, que tiene un mucho de buena administración, no cabe la menor duda que forma parte de una gestión eficiente y es algo que se echa en falta en el Sistema Nacional de Salud (SNS).
Y digo que se echa en falta porque no es de recibo que se nos hable hasta la saciedad de los beneficios que comporta la receta electrónica y que, a la hora de la verdad, una receta de tales características prescrita en Madrid no pueda ser dispensada en una farmacia de una provincia tan próxima como Cuenca. Eso sólo por apuntar a lo que está de moda, pues hasta se nos llega a decir que se van a suprimir las recetas en papel.
Hubo un momento en que una ministra de Sanidad, cuyo nombre no voy a recordar, mostraba mucho interés por convertir la tarjeta sanitaria del SNS en una especie de tarjeta VISA que, como ejemplificaba, lo mismo se podía utilizar un pueblo de Cuenca que en la ciudad de Nueva York. Posiblemente, las cosas no sean para tanto. Pero ante las críticas del IDIS, conviene reflexionar sobre sus aciertos. Y el de la interoperabilidad, lo es.